lunes, agosto 02, 2010

SIDA Y CAMBIOS DE PAREJA

El SIDA, enfermedad de difícil tratamiento en nuestros días y altamente contagiosa principalmente a partir de determinadas “conductas de riesgo”, es una de las epidemias más devastadoras que ha sufrido jamás la humanidad. El sida plantea ante nuestra civilización dos cuestiones fundamentales: por un lado, lo inevitable de la muerte; por otro, las limitaciones de la ciencia y de la técnica, que no tienen respuesta eficaz para todo.


Por un comprensible mecanismo psicológico, mientras existe posibilidad de curación el hombre tiende a alejar de sí la perspectiva de la muerte y basa su seguridad en la eficacia de la ciencia y de la técnica. Pero el sida confronta con la necesidad de admitir que la naturaleza plantea límites morales: es propio de la verdad de la libertad humana el asumir las consecuencias, a veces irreparables, de los propios actos; la muerte es la perspectiva vital de todos, y la ciencia y la técnica no son la panacea que lo resuelva todo. De ahí el pánico generalizado que el sida produce en nuestros días, y que plantea la necesidad de reflexionar sobre lo correcto o erróneo de algunos elementos culturales que configuran la mentalidad contemporánea.

En las sociedades desarrolladas, la enfermedad y la muerte se consideran como un fracaso del que hay que huir a como de lugar y en estas condiciones, se tiende a poner en la ciencia y la técnica toda la esperanza; pero el sida pone de manifiesto que eso no es suficiente: aunque los avances científicos y técnicos ayuden mucho a la calidad de vida y al bienestar social, tienen unos límites y no pueden anular la responsabilidad del hombre, que debe asumir las consecuencias de sus actos.

Un segundo elemento cultural es que como para este mal no existe un tratamiento curativo médico eficaz, surge la idea de que sólo puede ser combatido con medidas preventivas tendientes a lograr cambios en la conducta personal; lo cual plantea la cuestión de los valores éticos, es decir, de los criterios últimos de lo que se puede hacer y lo que no se debe hacer. Eso pone en cuestión algunos prejuicios de la cultura moderna como un ejercicio de la libertad sin restricciones ni valores, la irrelevancia social de algunos comportamientos que se llaman privados. Se piensa, erróneamente, en una libertad separada de todas las tendencias naturales, de modo que el cuerpo humano no tendría un valor moral propio, sino que el hombre sólo sería libre cuando reelabora el significado de tales tendencias según sus preferencias, imponiendo sobre las leyes de la naturaleza su propio arbitrio.

Cuando legitimamos cualquier conducta sólo por responder a la libertad entendida como mera ausencia de restricciones, la sociedad se auto-desarma, porque ha renunciado a las claves que permiten hacer un juicio sobre la ética de las conductas personales, y queda paralizada a la hora de luchar contra la raíz moral de lo que ya es una verdadera pandemia, porque sólo puede actuar contra algunas de sus manifestaciones periféricas.
Este desarme moral de la sociedad se traduce en la impotencia de los poderes públicos para actuar. El resultado inevitable de esta situación es que la enfermedad no cesa de extenderse, porque debemos respetar el fuero interno de cada persona en el tipo de tendencia que tenga y la manera como quiera plasmar el tan mal entendido principio del respeto del libre desarrollo de la personalidad.

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